Diecinueve de junio


Noche oscura. Cuatro paredes rosas. Unas sábanas pegajosas. Un ventilador moviendo el aire más rápido de lo normal. Mi gato maullando, protestando, clamando mi atención. La música alta, tan alta que mis padres se quejan de que no les contesto cuando me llaman.

Pero por encima de todo ese ruido, más allá de esta cama blanca, de ese oso relleno de algodón con ojos sonrientes, las bestias empiezan a salir de su prisión. Doblan los barrotes de su jaula de diamante. Rompen los cristales y espejos de los pasillos de mi mente. Ensucian los momentos que he ido llenando de color a cada pincelada, que he ido dando forma a cada trazo con mi carboncillo. Arañan las paredes malvas de mi alma. No hay vuelta atrás, ya han salido y no repararán en los daños que puedan ocasionar. Toman el mando y envían lágrimas al campo de batalla destruyendo una piel, derribando un muro.              
Y me quedo indefensa, sin saber bien qué hacer. No hay tiempo para pensar, sólo para la demencia, para los ataques, las taquicardias, los arañazos, los terremotos.
Hay gritos en silencio, ahogados en una almohada o atrapados entre los mechones de mi pelo.                                    
Han vuelto a ganar. Me han vuelto a derrotar y, triunfantes, regresan de donde vinieron, de donde cada cierto tiempo escapan con toda su artillería. Estoy exhausta, a duras penas escribo mientras me acompaña el sonido de mis dedos bailando en el teclado.

Ya ha pasado todo, ahora me toca remendar mis heridas con jirones de mi propia piel, con aguja hecha de hierro y con hilo de seda, la seda que todo lo calma, que todo lo cura.

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